“I don´t think the time is quite right, but it’s close.
I´m afraid, unfortunately, that I’m
in the last generation to die.”
–Gerald Sussman
Ni siquiera me he quitado los tacones cuando entra la llamada de mamá. ¿Y si no contesto? Acabo de llegar; Gary todavía me está dando el estado general: falta leche en el refrigerador, las manzanas van a echarse a perder, una ventana se quedó abierta en modo manual y se apagó la calefacción. Quiero bañarme, meterme a la cama, olvidar todos los problemas de abrir un nuevo invernadero en la ciudad. Me apoyo contra la pared, dejo salir el aire mientras la alarma parpadea en la esquina superior de mi campo de visión. Podría ignorarla y pedirle a Gary que comience a calentar el agua para un baño.
Debería contestar. Mamá ha llamado tres veces durante el día y no ha dejado ningún mensaje. Eso no es normal. Aunque insiste en llamar en cuanto necesita algo, siempre deja mensajes. Sé que es ella porque la alerta es de color rojo; hace años la cambié para separarla del resto. El puntito desaparece y, por un momento, respiro tranquila. Podría apagar mis canales de comunicación e ignorar al mundo exterior. Podría, pero no lo haré.
Me resbalo hasta el suelo frío, me saco los zapatos que golpean la pared contraria y la llamo. Mamá contesta enseguida y el espacio a mi alrededor cambia. Ya no estoy sentada en la entrada de paredes blancas y piso de madera. En su lugar, las lentillas se oscurecen y, en un parpadeo, me encuentro en la sala de llamada que mamá y yo diseñamos hace años. Se parece a la sala de la casa donde viví cuando niña, con su alfombra roja, sus muebles de madera arreglados hacia la televisión; aunque hace décadas que nadie tiene una pantalla LCD. A mamá le gusta que los espacios de llamada se parezcan a lugares reales. Las realidades imaginarias, incluso los espacios en blanco que algunas personas eligen para sus llamadas, la incomodan. Para mí, sólo pensar en compartir una imagen personal con un cliente me parece más incómodo. Pero eso no se lo digo.
Parpadeo para acostumbrarme y luego enfoco al sillón donde normalmente mamá se sienta con una taza de té, pero, en su lugar, hay una forma borrosa: un pilar de luz blanca que se distorsiona como si tuviera estática. ¿Será un error?
–¿Mamá?, ¿todo bien?
–Buenas noches. Este es un mensaje pregrabado para Anabel Orozco. La paciente 34H578-B de nombre Magdalena Orozco se encuentra en cuidados intensivos. Usted es su familiar más cercano. Su presencia se requiere lo antes posible. La dirección es…
El pilar de luz me da la dirección de un hospital en la CDMX. Luego repite la información. Cierro mis manos en puños y las abro con rapidez para salir rápidamente de la sala de llamada. Me encuentro de nuevo en la entrada del departamento. Estoy temblando. Por el frío, sólo por el frío, pienso y le ordeno a Gary que compre un boleto.
Más tarde me entero que hackearon las lentillas de mamá para obtener su contacto de emergencia porque no había uno registrado. Su expediente estaba vacío.
*
Tenía quince años cuando mamá compró su primer par de lentillas. Se compró el último modelo. Venía en una cajita amarilla y me sorprendió cómo, a simple vista, parecían unos lentes de contacto cualquiera, maleables y pequeños. No tenían la dureza o el tinte azulado de los neuropigmentos de los modelos más viejos. Mamá logró ponérselos sin problema con algo de práctica. Me dieron celos. Yo llevaba, por lo menos, dos años usando lentillas y, aunque había sido horrible acostumbrarme a la picazón, valía totalmente la pena: para mí, el mundo no tenía sentido sin ellas. ¿Quién necesitaba pantallas, paredes inteligentes y teléfonos cuando podía tener todo pegado a los ojos, desplegando imágenes tridimensionales a su alrededor?
Mamá, por supuesto, no lo veía así. Sus primeras quejas fueron sobre las distracciones. Todo el tiempo aparecían ventanas frente a sus ojos, anuncios de este producto o aquél. Una búsqueda rápida para comprar pantalones y, de repente en la banda de noticias, al pie de su campo de visión, comenzaban a aparecer imágenes de los mismos pantalones en tiendas con precios más baratos. Se sentía bombardeada. ¡Ni hablar de los gestos!
–Nunca me había dado cuenta de cuánto hablo con las manos, hasta ahora. Estoy platicando con los vecinos y, de repente, ya no los veo y estoy en otra parte, o llamé al supermercado, o…
–Los gestos a esta altura –le dije por cuarta vez, moviendo mis manos frente a mi pecho. –Mamá, mírame. Los gestos a la altura del pecho son los que reconoce por diseño de fábrica, pero puedes cambiarlo. Puedes colocar tus gestos más arriba. Y no necesitas hacer clic, puedes sencillamente pensarlo y ya. Las lentillas responden a tus instrucciones por gesto, por habla o por pensamiento, ¿recuerdas?
Aún vivíamos en el departamento viejo de la Colonia del Valle en ese entonces. Los edificios inteligentes apenas estaban apareciendo en la ciudad en zonas como Santa Fe y Polanco. Estábamos sentadas en la cocina la cual no tenía ninguna digiteligencia aún, pero yo había apagado todos mis coms para no distraerme. Observaba en una pantalla personal el reflejo de lo que veía mamá. Sus ojos se posaron en mí y me dio mareo verme a través de ellos.
–Voy a configurar tus lentillas para que no aparezca nada de esto, sólo lo básico– le dije, concentrándome en modificar la configuración. Ella insistía en que debía decirle paso a paso qué hacía, pero seguro tardaría más tiempo en explicarle cómo hacerlo.
–Todo lo que tienes que saber es que no debes tocar nada de esto. Mamá, deja de mover los ojos, me vas a marear.
–¿Y qué hago mientras tú cambias eso?
–No sé. Sólo quédate quieta. Es un segundo.
Ajusté la velocidad de reacción, la sensibilidad a las órdenes de mamá; incluso el tamaño de su campo de visión. La configuración más básica. En realidad, ella iba a usarlas sólo para hablar y revisar la red. No iba a experimentar viendo películas en inmersión 3D o hacer visitas a distancia.
Cuando terminé, al reiniciar el sistema, mamá soltó una expresión de sorpresa porque su campo de visión se oscureció.
–Es como quedarse ciega –dijo cuando pudo ver de nuevo.
–Concéntrate. Intenta abrir tus mensajes. Ordénale que los abra.
–Abre el correo.
–No mamá –dije antes de cerrarlo de nuevo. –En tu cabeza. ¿No quieres ir por allí como esa gente que no sabe controlar sus pensamientos y lo dice todo en voz alta? Otra vez.
–Ani, no me trates como una inválida. Sólo necesito que vayas más lento.
Podría estar haciendo cualquier otra cosa, pero, en lugar de eso, seguí ayudándole con sus lentillas. Y así, seguiría ayudándole cuando hubiera una nueva actualización, cuando hubiera que crear espacios de llamadas y cuando le configurara el arreglo de la casa y sus sensores de salud. Sin embargo, nunca pensé en crear un acceso a sus lentillas. Nunca se me ocurrió supervisarla. Eso es algo que piensan los padres, no los hijos.
*
Trato de averiguar qué ha pasado con mamá antes de abordar el hyper. Gary decidió que sería más rápido, aunque costara más que viajar en avión. Llamo al hospital, pero me encuentro con una contestadora automática y no estoy en el estado mental de pelearme con menús: necesito respuestas. Llamo a mamá, pero sólo encuentro el mismo mensaje una y otra vez. Finalmente, intento con doña Carmela. Ella ha sido su vecina en el departamento de enfrente desde que dejé la CDMX y mamá se mudó a un lugar más pequeño. Eso fue hace quince años y doña Carmela no ha cambiado. Todavía está enterada de todo lo que sucede alrededor del edificio. A veces mamá me cuenta los chismes sobre la señora del 15-D que es adicta a las citas a distancia o la pareja joven del 26-B que deja las ventanas abiertas como si quisieran que los escuchara toda la cuadra. Doña Carmela contesta enseguida.
En los últimos meses, dice, mamá ha salido cada vez menos. En realidad sólo la ve los lunes por la tarde para la reunión de vecinos. Sin embargo, justo hace dos semanas, mamá cayó por las escaleras. Iba a comprar leche, pero, después del golpe, regresó a su casa. Mamá dijo que estaba bien y se negó a ir al médico. Doña Carmela pensó que había sido un tropezón, nada raro. Esta mañana, mientras hablaban, mamá volvió a perder el conocimiento.
–Frente a mis propios ojos, mija. Se fue al suelo y no había cómo despertarla. Llamé a la ambulancia enseguida. ¿Sabes cómo está?
Antes de abordar el hyper, le digo que no lo sé y le prometo que le informaré en cuanto sepa algo. En cuanto me siento, tengo que apagar los coms de mis lentillas y un pensamiento es suficiente para que las ventanas desaparezcan de mi campo de visión. Me acomodo en el asiento y cierro los ojos. Nunca me ha gustado la sensación de velocidad del hyper. Respiro profundamente antes del tirón.
*
En el tráfico de la CDMX, logro por fin comunicarme con el doctor que está tratando a mamá en el hospital.
–Arreglamos el derrame por el golpe, nada que una regeneración nanométrica no cure. Sin embargo, el debilitamiento general nos preocupa más. Además, no existen registros que indiquen que la paciente haya monitoreado su salud en los últimos meses. No podemos acceder a sus niveles. Parece ser que apagó sus sensores hace casi un año. Algunos de sus órganos internos están afectados por deformidades y tendremos que cambiarlos cuánto antes, pero se niega a recibir tratamiento. Aquí también está registrado que la operaron el año pasado.
Sí, esa fue la última vez que la vi frente a frente. He estado demasiado ocupada como para venir de visita; ni siquiera había considerado que, con el hyper, hubiera sido fácil verla un fin de semana. Además, hablábamos todas las semanas en el espacio de llamada y es casi como estar frente a ella. ¿Para qué venir, si con un pensamiento podemos vernos, hablarnos, como si estuviéramos en la misma ciudad?
–¿Ya está despierta?
–Sí. Despertó hace una hora. Le informamos que venía en camino. No estamos seguros que se encuentre en condiciones de tomar una decisión sobre su salud. Preferimos esperar. La paciente se comunica normalmente, pero sus niveles cerebrales nos hacen pensar que no podemos confiar en su juicio. Necesita tratamiento.
–¿Y tengo que decidir yo?
–Los protocolos del hospital así lo indican. Usted es su pariente más cercano.
Cuelgo: no me gusta lidiar con robots. Mi decisión de tomar un taxi al salir de la estación, esperando que fuera lo más rápido, fue un desastre. Estoy detenida en Viaducto. Tal vez debí tomar el metro, pero en los días de lluvia nada funciona como debe. El tráfico es terrible, peor que nunca. Me tomará una hora llegar al hospital, lo que sería impensable en una ciudad totalmente digiteligente, donde cada parte de la ciudad trabaja como parte de un sistema de relojería bien calibrado. La CDMX está estancada entre el futuro y el presente. Las calles se han adaptado para los nuevos transportes por superconductores y los coches sin conductor, pero la lluvia por la noche todavía entorpece la vida. Ni siquiera puedo confiar en que mi conexión dure todo el camino. Así que, en los momentos cuando la red me lo permite, le pido a Gary que mande mensajes a Abby y a mi jefe.
Les digo dónde estoy, qué está sucediendo, que estoy bien, que mamá me espera en el hospital; pero no les digo que necesitan operarla y que tengo que decidir su destino. No lo digo porque ya sé cuál es la decisión que voy a tomar.
*
La primavera anterior vi a mamá físicamente por última vez. Descubrieron que su vesícula tenía un tamaño preocupante durante un proceso de rutina. Una deformación incontrolable que había dejado avanzar a pesar de las alertas de sus sensores. Después del diagnóstico, viajé a la CDMX para acompañarla durante las consultas y la operación.
El procedimiento salió bien y, en dos días, mamá estaba ya descansando en su casa. Estaba fuerte, recuperándose más con cada día. Hablaba de cómo, después de esta experiencia, había pensado en ponerse a viajar de nuevo. No lo haría, las dos lo sabíamos. Dos años atrás, viajó a Europa, pero sufrió un ataque de pánico que la regresó a casa dos semanas antes. La digiteligencia y lo desconocido ya no le emocionaron, sino que la abrumaron. Sin embargo, a pesar del pánico y de la operación, a los noventa y siete años la sentía llena de planes.
–Estaba pensando el otro día que, cuando nací, la expectativa de vida era de noventa años. Lo más que una persona podía vivir era ciento veinte años –me dijo tranquilamente, como si estuviera hablando del clima. Al día siguiente, yo regresaría a Nueva York. Estábamos haciendo de comer sin ayuda de brazos robóticos, como lo hacíamos cuando era niña. –Pero, aquí estoy, con noventa y siete. Veinte años más que mi madre cuando murió, con una nueva vesícula y todo parece estar bien.
–¿Eso has estado pensando?
En ese entonces no pensaba en la edad. A los cuarenta y tres me encontraba en plena juventud. Mis sensores detectaban cualquier signo de enfermedad años antes de que apareciera y, si los tratamientos preventivos no funcionaban, podían cambiarme órganos enteros, como lo hicieron con la vesícula de mamá.
–Esta cosa que me pusieron…
–Es un órgano, mamá, no una cosa.
–Estaba pensando lo poco normal que es, que te enfermes y te cambien de cuerpo como si fueran calcetines. ¿Y qué si tengo deformaciones? Ya viví noventa y tantos años… Por supuesto que voy a tener deformaciones. A veces veo las fotos de mi madre y me doy cuenta de que casi no tengo arrugas o manchas. La recuerdo a ella antes de morir y pienso ¿Qué tan normal es esto?
–Es normal ahora. Cuando la abuela estaba viva, la gente todavía se hacía vieja.
–La gente todavía se hace vieja, Ani. Lo he pensado desde que salí del hospital. No sé si quiero que me desmantelen poco a poco, si es que quiero morir al final como un compendio de órganos y piel que no son míos. Tal vez quiero morir con este cuerpo, con esta piel, en mi casa, con dignidad y no abierta, en un hospital.
Bajé el cuchillo. La cocina de repente se sintió demasiado caliente. Lo que menos quería discutir era la muerte de mamá.
–Mamá, lo que pasó fue un susto. Si te cuidas, puedes vivir muchos años más. Ahora la vida es larga.
–Ese es el problema. La vida parece que se ha vuelto larga, pero, en realidad, la vida siempre parece larga cuando eres joven y muy corta cuando ya la has vivido. En algún momento hay que decir basta; hay que decidir que fue suficiente.
Respiré profundamente.
–Bueno, pues trata de no decidir eso pronto.
–Sólo quiero que sepas lo que quiero. Lo he pensado y hablo en serio. Cuando llegue el día en que la opción sea cambiarme entera o soltar… quiero que me dejes ir en este cuerpo, aquí, en este departamento. No tienes que verlo, pero quiero que me permitas hacerlo.
Primero me negué. Se estaba adelantando, quedaban muchos años, no debería estar pensando así, como una vieja. Al final acepté, le dije que haría lo que ella quisiera.
Nunca pensé que el día llegaría tan pronto.
*
Llego al hospital cerca de la medianoche. Lleno todos los formularios de salida y acepto las consecuencias de nuestra decisión. El doctor se sienta a hablarme de la condición delicada de mamá, que existen procesos que pueden asegurar que se recuperará, que vivirá diez, veinte años más. Sin embargo, la decisión que estoy tomando no le asegura más tiempo.
En este momento, en la pequeña oficina, preferiría que el doctor fuera un ser humano y no una máquina llena de información. A pesar de que su cuerpo se ve humano para tranquilizar a los pacientes, sus gestos son mínimos, sus ojos están fijos, no respira. En este momento, me gustaría que la persona que me dice que estoy condenando a mamá, respirara. Es más, no quiero que me diga que estoy eligiendo su muerte porque, en realidad, la está eligiendo ella: yo sólo soy la que firma los papeles. Quisiera explicarle al doctor que mamá no quiere seguir cambiando de órganos, no quiere que la hagan pedazos y la regeneren. Quiere morir con el cuerpo que tiene, quiere morir una muerte digna en su cama, lejos del hospital. Los doctores artificiales no entienden eso, no están programados para entender que alguien elija morir. Están programados para curar, para asegurar la vida. No para consolar a los parientes.
El doctor me muestra el expediente de mamá, el vacío de información en los últimos meses. Reconozco las fechas. Apagó sus sensores y desconectó su casa de la red el mismo día en que volví a Nueva York. Ya había decidido lo que quería antes de su caída. La enfermedad pudo haber comenzado en cualquier momento de los últimos meses, desarrollándose silenciosamente, sin que nadie la notara. Así que realmente no estoy decidiendo nada. Mamá eligió desde hace un año. Mamá sabía las consecuencias de apagar los sensores. Mamá…
En cuanto la veo, sé que todas las llamadas de los últimos meses han estado llenas de mentiras. ¿Cómo no me había percatado de lo pequeña que se veía, que sus manos temblaban, que buena parte de su cabello se había caído, que su piel parecía quedarle grande a su cuerpo? Olvidé, o no quise recordar, que lo que muestra un escenario de llamada no representa la realidad, sino lo que uno desea. No puedo creer que la mujer sentada en la silla de ruedas, en pijama y bata, es mi madre. Me abraza de regreso y es un abrazo fantasma; sólo sus brazos sin peso sobre mi espalda. Cuando habla, reconozco su voz. Es mi madre, pero ¿cuánto tiempo lleva así?
Agradezco a los doctores y empujo la silla de ruedas hasta el taxi que nos llevará al departamento. Durante el trayecto, mamá se apoya en mi hombro y cierra los ojos. Habla de la comida del hospital, de los doctores que insistían en que debían operarla y de lo mucho que le gusta que esté aquí. Yo no puedo dejar de pensar cómo es que un ser humano puede existir sin tener peso. La siento tan liviana, tan fría, que si alguien me dijera que está llena de aire, le creería.
Me abraza y no sé quién se está acurrucando sobre quién. Si cierro los ojos por un momento, soy de nuevo una niña. Trato de no concentrarme en lo pequeña que se siente, en que sus huesos se sienten desnudos bajo su ropa, en que tiembla suavemente a pesar de las múltiples capas. Pero ella es quien me acaricia el cabello, como si fuera yo la que está enferma.
Quiero preguntarle si todavía está segura, pero no sé cómo decirlo sin que suene como que le estoy rogando que cambie de opinión. Antes de que decida las palabras exactas, suspira y su voz me llega como si le hubieran bajado el volumen:
–Gracias, Ani.
No sé qué me agradece, que estoy aquí o que estoy respetando sus deseos. No contesto. Me gustaría echarme a llorar y que me consuele, pero no lo hago. Llorar la muerte de mamá mientras todavía está viva, mientras me encuentro en sus brazos, no es lo correcto.
Más tarde, cuando ella está dormida, me oculto en el baño, me hago bolita en el espacio entre el excusado y la tina. Allí me doy permiso de llorar y de admitir que, en realidad, no sé qué es lo correcto.
*
–Explícame qué es un espacio de llamada.
Mamá estaba pasando unas semanas conmigo en Nueva York. Me había mudado a la ciudad cinco años antes y me emocionaba mostrársela cuando, por fin, me sentía cómoda en ella. Vivía entonces en un departamento digiteligente del tamaño de una caja de zapatos. No conocería a Abby hasta meses después y no me mudaría a su departamento, el cual mamá no conocería hasta años después. Ella sólo vería aquel espacio pequeñito donde, por fin, había ahorrado suficiente para tener mi propia IA. Gary respondía a mis órdenes escritas en la pantalla de control y encogía el baño, desaparecía el área de cocina o agrandaba el área de dormitorio, para que cupieran dos camas.
Ese pequeño espacio era mío y, gracias a la invención de los materiales inteligentes modificables, mamá y yo podíamos estar sentadas en una terraza que, en ese momento, ocupaba la mitad del espacio del departamento. Bebíamos gin and tonic que había preparado el brazo robótico de cocina para celebrar que el verano estaba a punto de comenzar. Mamá apenas había bebido del suyo; estaba más interesada en hablar de los espacios de llamada, como si fueran algo nuevo, no una tecnología de hace años.
–En lugar de hablar por proyecciones o a través de video, puedes crear un espacio de llamada para compartir con una persona. Una simulación tridimensional. Los involucrados en la llamada deciden cómo se ve. Es como encontrarte en el mismo cuarto con alguien. No puede haber contacto físico, pero el resto de las sensaciones son iguales.
–Tú y yo deberíamos tener uno. Vienes muy poco a visitarme y siempre estás ocupada. Y yo sé que tu trabajo es importante y, como estás comenzando, tienes pocas vacaciones, pero doña Carmela no deja de decir lo real que se ve.
–Pues sí, es una mezcla entre una inmersión 3D y una llamada telefónica. Los anuncios hace unos años decían que era lo más cercano que tenemos a la teletransportación.
Mamá sonrió y bebió un sorbo de su bebida. Tal vez no le había gustado, tal vez debía pedirle a Gary que preparara otra cosa.
–He estado pensando cómo podría ser el nuestro.
–La jubilación te ha dejado con mucho tiempo –le dije, antes de pedirle que continuara.
Sabía de memoria las dimensiones del cuarto. Quería una alfombra roja, brillante, como la del antiguo departamento cuando era nueva y no estaba manchada. Los mismos cuatro sillones de cuero oscuro que heredó de su madre y la mesa de centro de madera clara a juego con las otras dos mesitas al lado de los sillones. Todo acomodado hacia la televisión.
–No necesitamos una televisión. Podríamos poner unas ventanas. Podríamos poner sólo luz alrededor. O un paisaje. Alguna campiña europea que ya no existe.
–No, no. Quiero la sala de la casa. Con sus paredes blancas, sus ventanas grandes a un lado y la televisión vieja que nunca encendíamos. Quiero todo tal y como estaba cuando llegué a vivir allí contigo.
El hielo de mi bebida se había derretido y el calor de la tarde comenzaba a sofocarme; mi cuerpo parecía haberse fundido en la silla. Podíamos comenzar a discutir qué íbamos a cenar, tal vez podríamos salir a algún lado. Dejar los espacios de llamada para después.
–¿Por qué esa sala en especial? Vendiste todos los muebles al final.
–Los vendí porque estaban ya demasiado viejos. Pero, fue el primer lugar seguro para ti y para mí. Los muebles de mi madre, el viejo departamento. Es donde me gustaría encontrarme contigo.
Esa noche, mientras mamá dormía, me senté en una mesa donde a veces estaba la cocina y creé el espacio de llamada. A la mañana siguiente, lo probamos juntas. Yo, de pie en el pasillo, y mamá dentro del departamento. En un parpadeo nos encontramos frente a frente en la sala de mi infancia y mamá hizo ademán de abrazarme antes de recordar que era lo único que no podía hacer.
–Es increíble. Es como estar allí otra vez.
*
Al entrar al departamento, mamá me pide que no lo reconecte a la red. Dice que desde hace meses ya no quiso vivir con ese ruido, que sólo la usaba para hablar conmigo, que ya no podía concentrarse en ordenarle a las lentillas y mejor había comenzado a usar una pantalla. Pero no se ha quitado las lentillas: las reservaba para verme.
Desactivo toda comunicación con Gary y, cuando entro a la casa, resisto la urgencia de conectarme al sistema para abrir las ventanas o encender la luz. Lo hago sólo en breves momentos de los siguientes días cuando tengo que modificar los cuartos para cubrir las necesidades de mamá. Convierto el sillón del estudio en una cama que pueda usar, coloco manijas en el baño para que mamá pueda ir sola hasta que ya ni siquiera tenga fuerza para levantarse por sí misma y tenga que ayudarla.
A la mañana siguiente, cuando hablo con Abby, me dice que mejor la lleve a Nueva York, que regresemos juntas, que puede conseguir que la traten los mejores doctores en casa con los métodos menos intrusivos. Así podría volver al trabajo y no gastar días de vacaciones. Pero digo que no, porque sé que mamá no quiere que la picoteen, que la abran y cierren durante los siguientes meses, cambiando sus órganos uno a uno, limpiando su sangre litro a litro, conectada a una máquina hasta que su cuerpo decida, por fin, que no puede más.
Mamá se debilita rápidamente frente a mis ojos como si, desde el momento en que salió del hospital, y hubiera elegido una muerte digna, aquello que mantenía su cuerpo junto, como un ser vivo, comenzara a desintegrarse. La he oído repetir la misma frase, una muerte digna, muchas veces desde que llegué, pero todavía no entiendo su sentido. ¿Qué hay de digno en elegir morir?, ¿en no luchar?, ¿dónde está la dignidad en morir en tu cama? Me hago estas preguntas cada vez que la ayudo a ir al baño, le preparo la comida, le leo y la escucho dormir desde la cocina.
Esto, este debilitamiento progresivo, es lo que ella quiere. Hacerse cada vez más pequeña, como si estuviera sufriendo un proceso de encogimiento. Me dice que tiene frío, hambre, sueño y, en algún momento, nuestros papeles parecen invertirse. No sé quién es la madre y quien la hija. Una mañana, después del desayuno, antes de tener que ayudarla a bañarse, suelto la pregunta.
–¿Estás segura, mamá? ¿No quieres que vayamos a mi casa?
Mamá se encoje un poco, como si la idea le causará un dolor físico y después niega con la cabeza. ¿Cómo puedo dejarla decidir esto ahora? Lo que está haciendo, lo que yo le estoy permitiendo, parece un estilo de suicidio aceptado. Está enferma en una época en la que la enfermedad no existe. Está dejando que su propio cuerpo se rebele, se salga de control.
–¿Y si vamos a la peluquería? –me dice para cambiar de tema, sin contestar. –Me gustaría hacerme las uñas, que me retoquen el cabello.
Su voz es un hilo de lo que era antes. Asiento y, mientras está en el baño, llamo al salón de la esquina, donde va desde hace diez años, para hacer una cita.
Pasamos el resto de la mañana entre el olor a acetona y los chismes de la cuadra. Mamá se ríe y se me queda grabada su cara: cansada pero feliz, bajo las luces amarillas del salón, con su poco cabello agarrado y lleno de un producto morado. Es la última vez que la oigo reír. Es la última vez que sale del departamento.
*
Mamá dijo que no quería viajar a Nueva York para Navidad. Dijo que entendía que no pudiera dejar el trabajo para ir a México, pero que no quería volar. Le dije que podría tomar un hyper, que no es como volar, que se siente totalmente diferente, pero tampoco quiso hacer eso.
–No quiero que pases Navidad sola.
–Doña Carmela me invitó a su casa. No voy a estar sola.
No me convenció del todo. Muchas veces tenía la sensación de que no me decía la verdad, que me contaba una versión editada de lo que le pasaba. Pero, ¿de qué iba a acusarla si no podía hacerme de tiempo para pasar Navidad con ella?
–¿Segura que estás bien?
–Todo está bien, Ani. Sólo estoy cansada. Tú sabes cómo es el invierno aquí. La gente enloquece... No puedo ir al cine y no hay un solo coche automático libre en toda la ciudad.
Por primera vez me pregunté si sería la mente de mi madre, y no su cuerpo, lo que daría de sí primero. Si, a pesar de todos los avances, a pesar de que preserváramos el exterior intacto, habría algo en el interior del ser humano que se cansara; algo todavía no identificado e incurable, algo que no pudiera contener el tiempo vivido, algo que se nos desborda por dentro hasta que la existencia se vuelve insoportable.
Esa semana me costó mucho concentrarme en el trabajo a pesar de que estaba muy ocupada. Sentía que debía ir a ver a mamá, que algo no estaba del todo bien, pero acababan de ascenderme. Me habían encargado supervisar un nuevo complejo de invernaderos y no podía irme; necesitaba estar en Nueva York. Hay cosas que todavía tienen que hacerse frente a frente: la gente todavía necesita estar ante otro ser humano, y no una máquina, al firmar un contrato de negocios o al pedir y dar mucho dinero.
Durante la siguiente llamada, mamá se escuchaba mejor. Me habló de las películas que había visto recientemente, de la gente que se había encontrado en el gimnasio y que se había apuntado para tomar una clase de alemán, para cuando se decidiera a viajar. No le dije que, si no podía tomar un hyper a Nueva York, no viajaría a Alemania. No quería volver a hablar del tema. Creo que me daba miedo verla tan cansada. No quería pensar si, algún día, yo sentiría lo mismo.
*
La noche en que mamá muere, cenamos juntas en su cama, lo cual significa que la animo a comer el puré, cucharada a cucharada, mientras mi comida se enfría en el escritorio. Mamá ya no insiste en que comamos juntas; está tan débil que le cuesta trabajo incorporarse. A veces, me da la sensación de que está, pero no está, como si frente a mí hubiera un cuerpo casi vacío que duerme, se queja y come. Otras veces, me toma de la mano con una fuerza impresionante y me obliga a permanecer sentada a su lado, me pide que me quede un poco más y le lea algo.
Cuando se queda dormida, apago la luz, salgo con los platos y dejo la puerta del estudio a medio cerrar. Desde hace semana y media, ronca mientras duerme y el sonido grave llena la casa entera. Al principio, provocaba que aguantara la respiración entre cada uno de sus resoplidos. Pensaba que, en cualquier momento, dejaría de sonar, pero ahora se ha convertido en parte de la casa. Enciendo la computadora y pongo algo de música clásica. Trabajo con los audífonos puestos por dos horas, pero no puedo evitar colocar la música suficientemente baja para poder escuchar a mamá entre el sonido del piano.
Cuando me canso del trabajo a distancia, de la tarea monótona de revisar un presupuesto en busca de erratas antes de enviárselo a mi jefe para la reunión que tendrá en unas horas, me quito los audífonos y me hago una taza de té. La presencia de Gary me hace falta muchas veces al día, aunque, para algunas cosas, ya no lo necesito. No sé ni siquiera cuándo fue la última vez que chequé mis propios niveles de salud.
Mientras el agua hierve, voy al baño y me miro al espejo. Estoy más delgada, tengo ojeras, mi piel está más pálida que nunca. La enfermedad de mamá se me ha metido dentro. Sé que es imposible, que no es contagiosa, que lo que ella tiene es vejez. Pero, ¿quién se hace viejo ahora realmente? Sólo mi madre.
Regreso a la cocina. Coloco el agua en una taza con una bolsa de té y me siento en la mesa para leer. Los libros nunca fueron lo mío, pero leerle a mamá en voz alta ha cambiado mi percepción. Leo libros que se escribieron hace cien, doscientos, trecientos años. Uno tras otro. Creo que estoy buscando formas de entender la muerte, de entender cómo debo sentirme, cómo pensar sobre lo que está pasando. Tal vez el no entender es culpa mía. Nunca he pensado mucho en la muerte. Tal vez cuando era pequeña; me daba curiosidad, morbo, pero siempre estuvo lejos y nunca fue una posibilidad real.
En el pasado, cuando la muerte era normal, debían saber cómo sentirse, cómo afrontarlo. ¿Se hablaba antes más de la muerte?, ¿estaba la gente más preparada? Debían estarlo. Cuando las enfermedades eran comunes, debían existir mejores formas de lidiar con ellas que la espera y el silencio en el que me encuentro. Abro el libro, pero no puedo concentrarme. Hay demasiado silencio. Aguanto la respiración. No puedo levantarme para cerciorarme. Me quedo sentada, esperando el siguiente ronquido. El silencio se extiende.
Mamá está muerta.
Me levanto y salgo del departamento. No puedo respirar. Inhalo y exhalo con rapidez, como si la velocidad fuera a anular el ahogamiento. Cierro la puerta tras de mí. El portazo reverbera en la noche. Su cuerpo se queda del otro lado y una desesperación nueva oprime mi estómago. Afuera, el mundo está vivo. El aire huele a tierra y banqueta mojada. Adentro está mamá. ¿Cómo puede sólo una puerta separar ambos lugares? Cierro los ojos y trato de acceder a nuestro espacio de llamada.
Algo me lo impide. Es como si hubiera una barrera, una pared, o peor… como si no existiera. Lo intento de nuevo, verbalizando mi deseo en mi mente. Luego uso un gesto de la mano y finalmente le ordeno al aire:
–Llamar a mamá.
De nuevo encuentro una barrera y entonces aparece el mensaje:
La persona que busca no está disponible.
Observo las letras rojas, brillantes, contra la puerta de doña Carmela y la noche. La sala de mi infancia, mi madre, me son inalcanzables. Apago las lentillas y el mundo se queda en verdadero silencio. En mi campo de visión sólo está la realidad, el pasillo entre departamentos, la ventana abierta, el aire de la noche
Esta historia fue posible gracias a la beca de Jóvenes Creadores del Fondo Nacional de las Artes otorgada a Andrea Chapela.