BACTERIAL
Una película sobre la ambición artística
De Mevi Zunopatre Isla Ubarasu
En el comienzo de este filme acaparan la atención la cara y la cabeza de un hombre, con una cúpula de canas que parecen de nailon y la ceja izquierda un poco tensa; en los ojos evocadores, la boca próspera y hasta en la papada hay una oscilación constitutiva entre eficiencia práctica y tendencia al lamento, un capital de satisfacciones que una tristeza escéptica merma, aunque no lo agota. Esta enorme cara no consigue fundir emociones diferentes. Y para seguir con el hombre entero: está de pie en un alto promontorio al borde de un ancho brazo del río Amplio, con una arrogancia lánguida y esforzada, envuelto en un capote color coñac y un echarpe ondulante. Desde allí contempla la pendiente del promontorio, el litoral de la isla y por un raro poder, como si estuviera más arriba, la isla entera. La forma de estrella con cinco penínsulas, cada una comunicada con otra isla por un puente millatril, no da lugar a confusión: es isla Vercot, puerto franco de mercancías y sujetos. Enfrente del promontorio está isla Ubarasu; la mirada del hombre solo se aparta de esa costa para naufragar en el río.
Mientras todo parece desvanecerse en la corriente, de algún otro lugar surge una voz de madera rasguñada que dice: Que yo no haya pagado el crédito abusivo que me dieron las Grandes Tiendas Kumasero & Nattua no quiere decir que no sea un buen pintor; con el corazón en la mano, creo que soy muy bueno. La voz remonta la historia al pasado: Era buen pintor; fui un pintor único. Soy. Ahora ya se verá si soy. Pertenece a un hombre joven: Luvo Fungue, que hasta hace un tiempo vivió precisamente en Ubarasu. Era pintor. Es. Había llegado allá huyendo de no está claro qué dictadura, y en un sótano inhóspito, en la estrechez económica, inspirado y perseverante, había perfeccionado una mezcla de pigmentos, vegetales medio descompuestos, azúcar, peptonas, levadura y bacterias lácticas heterofermentantes que daba a sus pinturas una vitalidad atractiva, multiforme: los cuadros se movían: en unos momentos cambiaban ante la vista. En seguida el interés de coleccionistas avispados; primeras ventas: en la muestra en una galería discreta el espectador entraba en un mundo movedizo cuyas causas formulaban en una pantalla un cosmólogo, un biólogo y un mentalista; en los magazinios especializados algunas reseñas dijeron: las pinturas de Fungue están abrumadas de ciencia; otras dijeron: la muestra de Fungue es de una organicidad deslumbrante; el público cada día más numeroso no paraba de fotografiarse con él ante los cuadros. Nada de esto llegó a borrar en Luvo la certeza de que su bacterialismo era un arte en pañales que había que madurar, o una reencarnación chillona de un arte cadáver, y de que la zalamería ignorante de los ubaratíes iba a echarlo a perder. Luvo alargaba por las calles el soliloquio comparador del exiliado. En los bares, zampándose un aguagrís tras otra, rechazaba la comprensión flotante de los autóctonos; decía: pero tienen que ser proyecciones en el espacio, infinitas como las células, vida que haga pensar, no sucedáneos para forzar emociones; en la cama con una novia ubaratí lo resentía que hablasen lenguajes diferentes; en el taller se inyectaba auroral en vena, le negaba una tela a un coleccionista ricachón, la desgarraba, la zurcía y se la endosaba a un cliente pobretón. Lo comía el desasosiego: no conseguía evitar que las colonias pigmento-bacterianas crecieran hasta desbordar el cuadro o murieran de inanición y con ellas muriera la pintura; con lo que, si ciertos compradores veían en esa muerte una prueba más de la vitalidad de las obras, y aprendían a introducir materia en la obra como si alimentaran una mascota, los más obtusos acusaban a Luvo de farsante. Todo esto sucedió rápido. Aunque había ganado cierto renombre, no le sacaba el jugo; lo desvelaba crear pedazos de realidad, no réplicas, y como era un artista estricto no vendía cualquier cosa, se angustiaba y a veces pasaba hambre. Hasta que un día, para declinar al menos con lustre, entró en las grandes tiendas Kumasero & Nattua, se vistió completo, desde el abrigo de chertí hasta las botas de cocodrilo, y firmó veintiún pagarés. Esa noche, con sus mejores efectos y los materiales indispensables en un arcón rodante, se subió a un batel furtivo que lo dejó en un muelle desolado de isla Vercot. Casi en seguida el fornido, elegante Luvo está en un zaguán del barrio púrpura de ciudad Verc, regateando con un minorista callejero para que le venda cinco dosis de auroral por el precio de cuatro. Tiempo después, un Luvo con la ropa ya no tan nueva, tullido casi de desdén por sí mismo, reordena el criadero de bacterias que ha montado en una pieza de hotelio para viajantes, y un Luvo en un puesto callejero, lisonjeando a turistas, para venderles versiones relamidas de telas bacteriales que se mueven y si se les da un momento cambian ante la vista, ah caray, y a la vez la ofuscan. A la corta, un Luvo más raído desperdicia su vida cargoseando a véndors de auroral en polvo, diciéndoles que es muy caro para un puerto franco donde se venden fármacos sin estampilla, procurando mantener la soberanía de un cuerpo demacrado en tabernas donde los robotos que ofician de taberneros alargan las pinzas al máximo para cobrarle por anticipado el quinto vaso de savián.
En una de esas tabernas, un anochecer, está empezando a tambalearse cuando queda sitiado por un grupo de jóvenes tan fornidos como él; llevan flagrantes emblemas de una organización cívica de defensa de la vida espontánea; confianzudos, aviesos, lo palmean y le preguntan qué tal están de salud sus cuadritos. Para peor, como si se hubieran coordinado con ellos, desde unas sombras violáceas se materializa un trío de quinotos medio animalazos que apartan a los clientes, rodean a Luvo, lo tumban de un empujón y le demandan que liquide los once pagarés que ya le adeuda al emporio Kumasero & Nattua; uno esgrime un azotir candente. Anochece más; Luvo no se arredra; menea la cabeza como si el mundo no tuviera remedio. Tal vez sea esa insólita presencia de ánimo la que lo salva; en eso se presenta un hombre que se inserta en la tensión con una supremacía cuyo origen los brutos no comprenden pero que los frena. Es el hombre del capote y el fular, ese que al comienzo del filme estaba en el promontorio. Dejen tranquilo al artista, peringos. Miradas de Usted quién friscos es. Yo soy D’Arço Luganeto. Gestos de que el nombre les suena un poco a todos. Acá enfrente en Ubarasu dicen que soy un estafador en gran escala, sigue Luganeto; que trasladé mi residencia impositiva acá para birlarle a mi isla tres millones de panorámicos en impuestos por ganancias en minas de maquinio; acá dicen que trasladé mi residencia impositiva a Partlán para evadir lo que gané adulterando el Turonital para la enfermedad de Ritte; se me acusa de elaborar con subvenciones del estado y vender a los hospitalios medicamentos inocuos; yo no contesto no ni sí; digo que, ahá, esos remedios curaban un poco más lento, cierto, un poco más lento, pero a la larga en general curaban, y con parte de los réditos yo les pagaba sus sueldos a 527 padres de familia. ¡Quinientos veintisiete!, exclama un parroquiano. Cut, y compré esta taberna y otras para estimular la producción de bebidas auténticas, el comercio y la vida social; sin embargo siguen acusándome; no me dieron tiempo para equilibrar todas las cuentas, murmura D’Arço; pero no me robaron la honra; mis hombres lo saben. En modo afable, el roboto se despliega hasta el mostrador desde el tamaño miniatura que había adoptado. El sordo rumor de reconocimiento, las risitas que los rústicos brutos procuran contener, se dan de patadas con la jerárquica melancolía del estafador magnate. Luvo se pone de pie sacudiéndose la roña. Definitivamente los otros se amilanan. D’Arço también se sacude. Toma a Luvo del codo y suavemente, pero con autoridad, le abre paso hasta la calle, donde lo invita a sentarse en un descapotable Ágocat que él mismo va a conducir. ¿Usted cómo sabía que soy artista?, pregunta Luvo. Porque a la tercera copa garlás hasta por los codos; porque te vi en la calle vendiendo esos cuadros interesantes. Silencio. Ya en el hotelucho de Luvo, sube con él hasta su pieza, mezcla de laboratorio y taller, y estudia las pinturas más bacteriales; la ondulación física de los retratos, muchos imaginarios, otros de paseantes, le colorea las pupilas. Los retratos y D’Arço se miran mutuamente; la papada meditativa tiembla sobre el fular cada vez que él asiente. Dúchese, joven, dice, poniendo en la mano de Luvo una tarjeta y quinientos panorámicos; y haga el favor de ir a verme dentro de una hora. Así que una hora después, al final de la cornisa ribereña, en cuartier Rodad, Luvo sube al porche de una mansión de ónice y teca, tan luctuosa que acalla al viento. Un presumido valet virtual se dibuja en la pantalla de la puerta y le franquea el paso. Cena sobria, entre fotos murales de la sabana de Ubarasu, con dama Luganeto, su hija y su hijo. Poca indagación sobre el pasado de Luvo. Se va al grano. D’Arço dice que huelgan más explicaciones sobre sus dificultades para volver a la isla que tanto ama, probablemente de por vida; pero precisamente esa impotencia le alimenta el recuerdo, tanto que ya no le cabe en el cuerpo; si se le llega a escapar solo le quedará un vacío como una traición a la patria; desde hace meses nota lo llenos de vida que están los cuadros de Luvo; ya que él lo ha salvado de esos animales, y puede encargarse de saldarle la deuda con las grandes tiendas, ¿por qué Luvo no pinta un retrato de él, aplicándose en dotar a los ojos de la mayor sensibilidad receptiva, y después lleva el retrato a pasear durante unas semanas por isla Ubarasu? A pasear despacio, añade. En un tono que es duro de interpretar, Luvo comenta que puede poner también toda la intencionalidad activa. Bueno será entonces, replica dama Luganeto, que los ojos del cuadro se acuerden de lo que hablaron con los lugares amados. El marido agrega que pagará con la generosidad que se le conoce, incluidos los gastos; y después: Yo, amigo Fungue, necesito un consuelo. Por la atmósfera se desliza la voz de Luvo: Siempre detesté la palabra consuelo; pero todavía era bastante joven para ser muy nihilista y lo bastante orgulloso para enfrentarme con el mal que puede aparejar una aventura; claro que también sabía que, en realidad, por culpa del Turonital adulterado había muerto una barbaridad de ritéticos, entre otros un medio hermano de mi madre. A regañadientes, Luvo señala que para que las pinturas bacteriales no mueran o se agiganten hay que cuidarlas y a veces alimentarlas. Eso último es reponsabilidad suya, dice D’Arço; viene acá y las alimenta o nosotros se las llevamos; yo lo que necesito es un consuelo. Fin de la charla. Se dan la mano, sin énfasis. No hay nada diabólico en el arreglo. D’Arço no podría tener la menor intención de poseer el alma de Luvo; en el Delta poquísimos ricos saben qué es un diablo; menos aún creen en los pactos porque están habituados a incumplirlos. Y el deseo de Luvo no está puesto en el dinero, no tanto, ni en moverse impune por isla Ubarasu, sino en pintar ese cuadro. En los días que siguen es evidente. Como en una epopeya más del arte experimental, Luvo divide su afán entre la tela del caballete y la mesa donde porciones de la colonia bacteriana que él fragmenta prosperan en la fermentación de verduras pigmentadas. Estallan burbujitas liberando dióxido de carbono. El D’Arço que atisba en la tela parece agitado por un viento interior tórrido antes aún de agregarle las bacterias. Al D’Arço que posa con una aflicción fastidiada, Luvo le ha adosado un artefacto que enmarca la cara, inmovilizándola, y a lo demás no le hace ni caso. En cinco sesiones termina. El cuadro palpita; a su modo enloquecido, coloidal, es la efigie viva de D’Arço; a la vez chupa impasiblemente todas las presencias que lo rodean en cada lugar, como un pantano, y cuando afuera no queda nada los ojos se enardecen, ondulan, giran y por poco se salen de las órbitas, anhelantes de ver más. El examen de D’Arço no sugiere aprobación ni rechazo; él también es puro anhelo. Saca de un escritorio una hoja de ruta y la extiende. Así que en un catamarán de línea Luvo zarpa hacia isla Ubarasu. Ya está en Ubara; ya desenfunda el cuadro y anda por las pasarelas a cuya vera decenas de comercios de chapa acanalada roja, verde y celeste, se arraciman en torno a impolutos edificios de cristaleino. Con el cuadro sobre una silla, almuerza en una terraza tortones de picadillo, esparce sobre el mantel agrietadas migas de pan de centeno, mira a contraluz los posos granates del vaso de vino de faruelo que ha bebido; con el cuadro bajo el brazo a medias de perfil, sin taparle los ojos, se detiene ante cada escaparate de muñecas o de cofres de marquetería, ante el cronomán de la torre del palacio de gobierno, ante el gentío laboral que espera el tranviliano en un andén, las vetas anaranjadas que el crepúsculo alarga en el cielo por encima del apeadero, el cromo del guardabarros de una flaymoto que aterriza y la tradicional falda verde comino de la mujer que se monta para aferrarse a su hombre, el pelo rojo de él y las largas pantorrillas nativas de ella, las ramas trémulas de un elabarto centenario, el banco vacío en el parque vacío, las viejas trajeadas que venden bisutería, el moledor del quiosco de cafeto. De noche, en el balcón del cuarto de hotel, con cierta comezón, enfrenta la efigie del cuadro con las marquesinas del barrio Dramatiu y los haces rotatorios del titán Benevolencia, hasta que tiene la impresión de que el encanto de las luces adormece al cuadro y en seguida se le empiezan a caer los párpados a él. Pero el fenómeno no para en los días siguientes; en la barquita que por el canal Ges atraviesa las humosas colinas de Tocásir, en un parador de una de las rocas amesetadas que surgen de la estepa del Maolú, entre las bandadas de alademoscas del centro de reposo de la laguna de Ganumero, un lugar que D’Arço marcó en la lista con un asterisco, es notorio que los ojos del cuadro reaccionan físicamente a las vistas, y hasta interactúan con algunos detalles; dentro del elemental aparato sensible de una colonia de bacterias manipulada por un artista tenaz, el cuadro tiene vivencias de lo real, de su duración, su aspecto, de la profundidad que le intuye o le atribuye, y del portentoso sinfín de detalles que presenta la realidad en cada momento. Como si hubiera un trasvase de vida, el retrato de D’Arço leva, se achata, vuelve a levar, se achata y deprime, y parece que a su vez el ritmo respiratorio modificara la realidad. La voz de Luvo explica: Por esos días me entró una especie de júbilo, y no porque el bacterialismo funcionase tan bien; era que, gracias a las reacciones del retrato, no sé si llamarlas emociones, yo atendía como nunca a lo que nos pasaba ante los ojos; estaba de luna de miel con la realidad. Por desgracia, también es notorio que al mismo tiempo se acuerda de sus pinturas y que al lado de la cosa auténtica la mejor imagen que él consiga es palidísima. Si puede decirse de un álamo plateado que es un portento, o cabe decirlo de un estadion deportivo repleto de gente vociferante en una tarde soleada, para la ética del arte de Luvo calificar así una pintura bacterial es una inmoralidad. He aquí, en pueblo de Mongostu, la salida de un infanterio en una tarde de invierno, los diecisiete matices de pensamiento en las madres que se acuclillan a besar a los pupurlines y anudarles aburridamente la bufanda. Al parecer, por enérgico que sea el tipo de pintura pulsionada no alcanzará a contener las muchas ambivalencias de la escena. Luvo siente rabia, repulsión y pena. Pero tal vez lo que no resiste comparación con la realidad no son sus pinturas sino el recuerdo: el recuerdo que se almacena en sus pinturas. Porque en la expresión de la imagen que Luvo tiene a mano, la que pasea ahora por una escollera del balneario de Asparetu, hay una diversidad de emociones inaprensible y tumultuosa. Cierto que esta no es la pintura de un paisaje sino un retrato de D’Arço Luganeto; y la particularidad del cuadro no viene del modelo. En cuanto se me ocurrió esa posibilidad empecé a aburrirme. Esto dice la voz de Luvo, y es patente. El casino de Bartus Cápana, por ejemplo, parece la sala de juegos de un hospicio; si tiene un relumbrón de clase ociosa, solo lo captan los agitados ojos del retrato. En el resto del periplo el brillo de esa receptividad aumenta; a Luvo todos los paisajes le resbalan; lo único que le salió bien en la vida es ese cuadro. A fin de cuentas qué me importaba Ubarasu si no era mi tierra; tampoco creo que alguna tierra sea la mía, es verdad. Pero el viaje me enseñó qué maestro severo es el fracaso; muchas cosas que sé ahora las conocí en el dolor de haber fracasado; ya averiguaré para qué sirven. A partir de este punto los escenarios del filme se desdibujan; si los humanos, principalmente Luvo, conservan nitidez es contra un fondo desvaído, como si la historia quisiera identificarse únicamente con las tribulaciones de un artista. Se percibe que esto no va a terminar con el cuadro expuesto en la pared de una galería, pongamos. De todos modos es rápido.
Un Luvo con un par de kilos de más, cansado y con el alma en chispas, le pide al monitorio de la casa de D’Arço que lo anuncie al dueño. Lleva el cuadro enfundado bajo el brazo. D’Arço, que está despachando asuntos con unos gestores, lo recibe con una jovialidad alimonada. Cena, esposa, hijos, masticación, espera; de momento nadie mira el cuadro. Bueno, amigo Fungue, ¿y cómo vio a nuestra isla? En su isla hay lugares muy hermosos; otros son comunes y corrientes, como cualquier lugar, pero eso también es muy lindo; la gente al parecer está contenta porque no habla demasiado. Qué resumen más gráfico, dice D’Arço, con una pesadumbre feroz; pero yo no vi nada: no vi nada. Curiosamente, la pausa que Luvo necesita para entender el reproche se cubre con charla trivial, con lo que la tensión crece. A los postres, finalmente, Luvo contesta que lógicamente no vio nada; los que tenían que ver eran los ojos del retrato. Descreimiento, sospecha, ilusión y despotismo coactivo se mezclan en el semblante de D’Arço. Y tras un lapso más de charla boba, que utiliza para pensar, pregunta: ¿Y vieron mucho? Luvo se levanta y desenfunda el retrato. Los ojos verdes, muy abiertos, se arremolinan como mousse de menta batido por hélices ocultas. A mí me dio la impresión de que se devoraban todo. ¿Una impresión? Se lo juro. El hijo mayor pregunta por qué entonces no han engordado. ¿Los ojos?; porque digieren la información, dice Luvo, como hace el cerebro. O sea, dice D’Arço, que deben tener guardado el recuerdo de lo que vieron. Súplica u orden, la afirmación no admite desmentida. En eso entra otro gestor, con un toque de esbirro, que le hace firmar al jefe unos papeles y cruzando los brazos se instala en segundo plano; lo llaman Gavón. Marido y mujer cruzan miradas. Púdica, magnífica, ella agacha la cabeza. Uno de los hijos alza los hombros. D’Arço se estira y deposita una mano pesada en el antebrazo de Luvo: Fungue, yo quiero que usted me ponga esos ojos; implántelos, adhiéramelos, como se haga. Luvo advierte: Podría haber efectos incontrolables; por más que yo deje ranuras no hay garantías de que los ojos reales no vayan a taparse; puede terminar sin ver con ninguno de los dos pares. Ninguna objeción sirve. D’Arço le indica que acuerde las condiciones con Gavón y sale. Esto de irse así es muy raro en papá, dice el hijo menor. Antes que perder el recuerdo de nuestra isla prefiere morirse, dice la mujer. Confía en su arte más que usted mismo, dice Gavón, que también pone una mano sobre el brazo de Luvo. Pasarán alrededor de dos días. En la salita donde pintó el retrato, Luvo le explica a D’Arço que le está untando los ojos con retinoprotectores y aminoácidos catalizadores; después emplea sustancias lo menos corrosivas posibles para desprender los ojos del retrato más o menos desde el borde inferior de las cejas hasta el arco cigomático, les renueva la viscosidad y, con un gesto de vencida suficiencia, corrobora que cubren exactamente la misma zona de la cara real.
No es del todo ridículo el resultado. Lo que trasmite la cara de este D’Arço en camisa de sedosa, que se estudia en un espejo de mano, es una estupefacción desmedida, chillona en su hiperrealidad involuntaria, y un desacuerdo agudo de emociones, más incluso que el del D’Arço del promontorio, que podría dejarlo seco. Estrecha la mano de Luvo con un calor dramático pero tan ensimismado que ni siquiera agradece. En la última mirada que le echa Luvo antes de irse no hay sarcasmo, desengaño ni curiosidad expectante; es una proeza de ecuanimidad. Y que Luvo está logrando tomar una distancia con el mundo, pero sobre todo consigo mismo, se confirma días después en la neutralidad con que enfrenta el alborozo de D’Arço, que en un sillón de tres plazas, al lado de su mujer, se inclina hacia delante para decirle: Veo, Fungue. ¡Vi y ahora sigo viendo! La terraza del bar del Tejón. ¡Las bandadas de garzas en la laguna de Ganumero! Lo sé, dice Luvo; lo sé; yo también las vi. Qué bello es ver la isla de uno; le estoy sumamente agradecido. Después, mientras con una unción incomprensible dama Luganeto acompaña a Luvo hasta la puerta, la voz del aire comenta: Nadie habría podido asegurar que me estuviera estafando; ni siquiera sé si se estaba estafando a sí mismo. Estas palabras insinuarían que la historia va a terminarse, mucho más cuando Luvo llega a su pieza de hotel, estudia las pinturas malas y buenas que ha acumulado, duda un rato no muy largo y después de lavarse la cara, no se sabe por qué, mete algunas cosas en un bolso, y un buen fajo de tárbits de mil panorámicos, cierra la puerta, baja la escalera y se va del hotel tirando la llave encima del mostrador vacío.
A continuación está de nuevo en ciudad Ubara, vistiéndose de la cabeza a los pies en las grandes tiendas La Ubaratí, y firmando una pila de notas de crédito, y esa misma tarde transportando un arconil rodante hasta el muelle del catamarán de línea, que ahora se aleja de la costa. Sobre la menguante bocina del barco, se escucha: No diré que yo sabía que D’Arço iba a morirse, pero la noticia tampoco me agarró desprevenido; y sin embargo cuando la mujer me llamó no pude hacerme el indiferente. Esto lo dice la voz de Luvo, viniendo de un exterior, mientras Luvo, de pie en un promontorio de los acantilados del sur de isla Vercot, mira las pobladas colinas costeras de isla Ubarasu sin nostalgia, sin ambición, sin nada en la cara salvo una cuña en el entrecejo que da a entender, quizá porque la historia ya lo anticipó en cierto modo, que está meditando sobre la disciplina del fracaso. Desde más arriba se aprecia que lleva un fular anudado al cuello. Tal vez esa falta de frialdad me ayudó a ser buen pintor; y creo que la mujer piensa lo mismo, porque si no no me habría mandado el fular. Una vez más el paisaje se desvanece, y con el paisaje el cuerpo de Luvo. El licuado de formas se hiela, se reconfigura y al fin se transfigura en una galería de arte, con un cartel en la entrada que dice: Dolor y delicia de la memoria Obras póstumas de D’Arço Luganeto, y adentro, como una serie de trastornos en las paredes, flores que se abren en alabarcos multicolores, ajetreo en andenes de tranviliano, cuerpos zambulléndose en una laguna. Parecen formas autónomas, palpitantes, y despiertan un deseo de entrar en los cuadros o de matarse para anular las sensaciones; cuesta decidirse por una de las dos alternativas porque las formas no se terminan de definir. El ojo que las mira no logra hacer foco y en definitiva empieza a alejarse, acompañado de la voz de Luvo: No fui a ver las pinturas del muerto; quizá no me las imagine tan bien como si las hubiera hecho yo, pero me las imagino de sobra. Un minuto después, sobre el estampado continuo de las pinturas se esboza, en la cara de este Luvo que mira las colinas de Ubarasu, un empeño por aflojarse, la inminente bienvenida a un nuevo tipo de paciencia; podría ser una nueva ignorancia, también, y hasta el ánimo con que algunos adictos soportan la abstinencia; sin nostalgia, sin futuro, sin nada en la cara salvo el rastro de lo que entró por los ojos.