"Las lágrimas más amargas que se derramarán sobre nuestra tumba
serán las de las palabras no dichas y las de las obras inacabadas."
Harriet Beecher Stowe
La criatura apareció cuando murió su padre y ella se quedó huérfana por segunda vez. En realidad, él había muerto muchas veces antes, cada vez que desaparecía. No recordaba cuántas. Su memoria era un contable falible, llevaba las cuentas como quería, y tenía tendencia a redondear por lo alto cuando se trataba de ausencias.
El día antes de su muerte, viajó miles de kilómetros para verlo sin saber cómo iba a hallarlo. Se encontró con él aquella mañana, cuando llegó a una casa que no era la suya, sino la de su padre. No lo reconoció. Se parecía, pero nada tenía que ver con él. Era la misma cara, el mismo cabello rizado, el mismo lunar en la mejilla, los mismos labios carnosos. Pero ahora el pómulo estaba hundido, el pelo casi desaparecido, la piel amarillenta, consumida por el cáncer y la quimioterapia.
Él se alegró de verla. Al menos, eso dijo, y luego se hundió en el sopor de la morfina. Ya no volvió a hablar voluntariamente. Contestaba en monosílabos si se le preguntaba, emitiéndolos en forma de susurro, pero sus palabras se fueron haciendo cada vez más difíciles de entender.
Su respiración era una tortura, tanto para él como para quien lo escuchaba. Le costaba un esfuerzo inhumano atrapar el aire y hacerlo llegar a sus pulmones. El ruido que hacía era insoportable. Ella nunca había oído estertores pre-morten hasta entonces: desconocía la existencia de aquellos gruñidos profundos que maltrataban la garganta porque la obligaban a producir sonidos más animales que humanos.
Escucharle respirar era casi como respirar con él. Habían traído una bombona de oxígeno para ayudarle a ventilar, pero cada esfuerzo era un combate que se ganaba segundos después, cuando llegaba la espiración, que era una burla dolorosa a la enfermedad más que un premio.
Le tocó, junto a la mujer de su padre que no era su madre, hacer de enfermera, suministrándole los fármacos que lo aliviaban. Esas eran las instrucciones de los médicos de cuidados paliativos, pero siempre que ella le preguntaba si le dolía algo, él negaba con una mueca. Estaba muy agitado, removiéndose en la cama, cambiando de postura a cada momento, como si quisiera evitar permanecer mucho rato en la misma posición por temor a que la inactividad atrajera a la muerte.
La noche lo aterrorizaba. Tenía problemas para conciliar el sueño desde que empeorara su estado de salud y, a pesar de los somníferos, no paraba de sentarse en la cama o de hablar. Solo dormía a ratos durante el día, cuando la luz inundaba la habitación, y luchaba contra el sueño cuando el sol se ocultaba porque temía no despertarse más. Entonces se estremecía de una manera incontrolable, los brazos trepidando a lo largo del cuerpo, la cabeza temblando, débiles lamentos escapándose de su boca, perseguido por pesadillas atroces, para despertar después con los ojos desorbitados, el terror asomando a las pupilas dilatadas y la respiración atascada.
Murió durante la noche, poco antes de las doce. La oscuridad que tanto temía lo engulló y su pecho dejó de levantarse. Tenía los ojos en blanco, apuntando al techo, pero ya no veían nada. Ella tomó su mano y no le encontró el pulso. Su hermano se despidió y le deseó que marchara tranquilo. Alguien le cerró los ojos y ella se quedó allí sentada, con la mano de su padre entre las suyas, buscando las pulsaciones que sabía no iba a encontrar.
Todo el mundo empezó a llorar. Ella también, pero sus lágrimas no eran de pena sino de rabia. Él era solo un visitante ocasional en su vida y se dio cuenta de que aquella muerte se había producido para ella muchos años atrás. Le parecía injusto, y si buscaba el pulso sin esperanza de hallarlo, era porque en el fondo quería encontrar algo.
Se sentía muy niña de nuevo, ansiando el calor del padre, como aquella vez que, viendo una película de terror de noche, buscó su abrazo. Él se rió y le contó el secreto que haría que nunca más se asustase: todo era mentira, la sangre, las lágrimas, los muertos. Ella tenía siete u ocho años, y nunca más volvió a temer aquellos largometrajes.
Pero aquello no era película, y él no era un actor de cine que acabara de rodar una escena. Aquella era una muerte, sin cámaras filmando, ni equipos detrás contemplando la escena, ni nadie diciendo “¡corten!” para que el silencio se rompiera. Y ella no era una actriz. Pero el que estaba allí tendido había sido su padre y solo se oían sollozos, quizás los suyos propios.
Se quedó con la mano del padre, que ya no lo era, entre las suyas. No quería dejarlo solo porque, entonces, se lo llevarían. Vendrían unos señores muy educados y perfectamente trajeados con una caja de madera y lo meterían dentro, y ella saldría de la habitación para que lo vistieran, y tendría que oír cosas como “antes de que se enfríe”, y ver a esos extraños tocándolo. Se metió en el cuarto de baño cuando bajaron la caja al furgón, rumbo a la funeraria. Las paredes latían a su alrededor emitiendo ráfagas de abatimiento que la penetraban sin encontrar resistencia. A pesar de que nadie la acompañaba, no se sentía sola. Notaba una cualidad animal en la energía que la rodeaba, más propia de una cuadra que de un aseo, un olor a madera envejecida, bosta fresca y paja húmeda, un crujido de tablas de fondo que le resultaba amenazante, porque se imponía sin corresponderse con el espacio que ella ocupaba. Aquella sensación la acompañó mientras seguía al furgón en el coche de un familiar cercano.
La última vez que tocó a su padre en el tanatorio, la misma tarde del entierro, el cuerpo llevaba muchas horas acostado en el ataúd a baja temperatura. Tuvo que obligarse a rozar la frente con los labios en algo parecido a un beso. Notó el frío de su piel, que ahora era cartón piedra. Su padre había sido muy moreno, pero ahora su semblante tenía la apariencia dorada y mate de la cera silvestre. La muerte era amarilla, el color que manchaba el cadáver. Por un momento, la escena adquirió una pátina de realidad desteñida, como una fotografía sobreexpuesta a la luz. Aquel extraño barniz se comía los bordes del ataúd, amortiguaba los sollozos del resto de su familia y parecía aumentar el peso del aire en la habitación. Ella se dio cuenta de que no estaba preparada para despedirse porque aquel hombre era un extraño. ¿Cómo demonios se despide a un desconocido?
El tanatorio se asemejaba a la sala de espera de un aeropuerto del que no salía ningún vuelo. La parte que visitaba el público estaba decorada con la intención de parecer una acogedora sala de estar, pero los buenos propósitos se habían quedado en el intento. No había nada acogedor en la tristeza de los concurrentes, real o fingida, por muchos centros de mesa que se colocaran en los rincones. La parte trasera albergaba la cámara frigorífica y el frío lo impregnaba todo. Hasta la oficina donde los reunieron para explicar a la familia las cosas que no podían procesar porque todo daba ya lo mismo, nada importaba, ese no era ya su padre. Aún así, hubo que ponerse de acuerdo, unos cedían y otros concedían, y el quórum al que se llegaba era postizo porque nadie decía lo que realmente pensaba, sino lo que quedaba más elegante.
Hacía mucho frío. Era la temperatura de la conservación funeraria, la meteorología del más allá en el más acá. Donde ya no existía la persona, aunque los demás siguieran empeñados en llamarla así, solo había un conjunto de órganos apagados, en huelga permanente e indefinida, un espacio ocupado por materia que se transformaba de estado. El frío detenía el tiempo o, mejor dicho, lo ralentizaba, para que el cambio se demorase y durante unas horas los familiares vivieran en la ilusión óptica de que el que yacía estaba dormido. “Descase en paz”, les decían, pero no podía descansar lo que no está cansado porque ya no vive. Eran los demás, los de éste lado del frío, los que seguían tratando al que ya no estaba como si fuera uno de ellos, y le aplicaban las mismas leyes y formalidades, y hasta esperaban que a él le pareciera bien. Pero lo cierto es que nadie estaba preparado para aceptar el cambio. Aquél, ya no era su padre, y ella no lo podía llorar, las lágrimas no afloraban.
Habría jurado que la iglesia donde se celebró el sepelio estaba cerca de alguna caballeriza, porque el aire desprendía fuertes efluvios equinos. Su padre no era creyente, y sin embargo, se le hizo una misa de difuntos, más para calmar los nervios de una viuda desconsolada, que no era su madre. A él nunca se le vio en templos, a no ser que acudiera a una boda o a un funeral, y lo hacía sin quitarse las gafas de sol. Aquel gesto no era mera coquetería masculina sino una maniobra para esconderse de la mirada de los demás. Ella lo entendía: a través de los ojos se asoma el alma. Ocasiones felices o desdichadas lo dejaban al descubierto, a la vista de todos, a merced de la opinión de la gente. Las gafas de sol escondían lo más vivo de su rostro, eran una muralla que lo protegían de los juicios ajenos. Durante el rito, a ella le dieron ganas de sacar las suyas y ponérselas. Pensó que, alguna manera, aquel gesto los acercaría, pero no se atrevió a rebuscar en su bolso.
La pequeña capilla del pueblo estaba repleta de gente. A pesar de ser primavera, hacía mucho frío. Estaba segura de que su padre habría odiado aquella ceremonia, pues alguna vez le había oído decir lo mucho que detestaba a la Iglesia y al clero. Se lo imaginaba moviéndose incómodo en su ataúd, allí, delante del altar. Era un pensamiento mórbido que no podía evitar. Se preguntó si sus hermanos estarían pensando lo mismo y, aunque les echó un rápido vistazo, no pudo descifrar sus caras. El evidente olor a penco no parecía inquietarlos.
Intentó alejar aquellos pensamientos de su mente fijando la vista en las figuras religiosas. El Cristo y la Virgen permanecían de pie detrás del altar y delante del sagrario. A los pocos días comenzaba la Semana Santa, y las imágenes habían sido bajadas de sus pedestales y preparadas para ser montadas sobre los pasos. La Virgen tenía puesto su mantón más lujoso y el Cristo iba de Cautivo, con una túnica morada y las manos al frente atadas por una cuerda de hilos de oro.
La misa se le estaba haciendo eterna, a pesar de que se había advertido discretamente al cura de que intentase acortar el servicio. El Cristo levantó los ojos, la miró y resopló, el mismo gesto relinchante que hacía su padre cuando estaba harto de algo. Aquello duró lo que un parpadeo. Pero el Cristo estaba en su sitio, mirando al suelo, con el pelo donando por unas de las hijas del pueblo cayéndole en cascada por la espalda, lacio a base de unas planchas de supermercado. Ella sabía que las imágenes de las iglesias no miraban ni te dedicaban gestos. Eso solo sucedía en las películas de terror, y eso si eran malas, porque ahora todo era sutil en el lenguaje cinematográfico.
Llegó muy tarde a casa después de asistir al funeral. Había tomado el último vuelo y se encontró a todos dormidos. Su primer impulso fue ir a besar a su hijo. Necesitaba sentir a alguien cuya piel no estuviera fría para borrar la muerte que llevaba pegada en los labios. Entró en el dormitorio infantil y se sentó en la cama. Cuando los ojos se acostumbraron a la oscuridad, acarició su mejilla y sintió ganas de llorar. Quería alejarse de la escena del tanatorio y se inclinó sobre el pequeño para besarlo. Él se rebulló en la cama y le dijo en voz muy baja: “Cielo, no llores”. Ella sintió que las lágrimas se detenían de golpe. “Cielo” era una expresión con la que su padre solía dirigirse a ella, una que nadie más que él utilizaba. A la mañana siguiente el niño no recordaba que ella lo hubiera besado.
Esa misma noche la criatura la visitó por primera vez, poco antes del amanecer. Con el cuerpo cubierto de un pelaje demasiado largo y oscuro para tratarse de un asno, la miró desde el techo. Si bien tenía las patas ancladas arriba, traía la cabeza girada para observarla desde las alturas. Las ternillas eran desproporcionadamente largas y vibraban con movimientos espasmódicos. El hocico parecía más una protuberancia que la cabeza de un animal. Los dientes bañados de sarro recordaban a una dentadura humana y los ojos apenas visibles por la pelambre la contemplaban desde aquella postura físicamente imposible. La criatura se paseó por el techo, que ahora era un pastizal embarrado, las orejas crispadas de manera intermitente, los belfos entornados en una mueca que ella no supo descifrar. El barro caía por toda la habitación dejando manchas de petróleo en la cama y el mobiliario. A ella no le gustaba que la mirase de aquella forma, pastoreándola desde el techo. Cerró los ojos intentando borrar aquella imagen y cuando los abrió, ella estaba en el barrizal a unos pocos metros del jumento, que aún mantenía la cabeza torcida, las orejas agitadas hacia abajo. La criatura la rodeaba sin acercarse nunca y aunque ella intentaba alejarse, siempre se encontraban a la misma distancia. El fango subía en goteras desde el suelo y se precipitaba a las alturas, en las que estaba el dormitorio con su marido durmiendo en la cama y su propio lado vacío. Había otras criaturas merodeando por el pastizal, seres antropomorfos pero sin brazos ni caras que se retorcían entre la maleza, buscándose, culebreando en el barro a pesar de que poseían piernas, cerniéndose sobre los arbustos enfangados, husmeando el aire, olisqueándose entre sí a pesar de no tener nariz. Quería huir de aquel lugar pero los pies se le hundían en el barrizal y le impedían avanzar, mientras el animal seguía celándola y el resto de seres serpenteaban a su alrededor, cada vez más cerca, y ella sentía una insoportable sensación de ahogo. Se despertó entre sábanas limpias pero con la impresión de que el fango se le había incrustado en la piel formando una costra invisible que añadía peso a sus extremidades. La ducha no logró eliminar aquella corteza inmaterial y opresiva.
Tras el fallecimiento del padre, su vida no cambió aparentemente en nada. La distancia y el escaso trato entre ellos habían dado lugar en el pasado a una relación pobre, fría y educada. Se telefoneaban para sus respectivos cumpleaños, aunque su padre solía olvidarse. Ella sabía que, cuando la llamaba, era porque sus otros hermanos o su mujer se lo habían recordado. Le entristecía pensar que su propio padre desconocía tanto sobre ella. Sentía que las relaciones familiares no eran más que una coreografía de gestos estudiados, despojados de significado. Eran automatismos que se hacían por seguir un protocolo invisible, la única sustancia cohesionadora de aquella familia. Las llamadas de teléfono eran idénticas: se intercambiaban saludos fingiendo una efusividad inexistente; se hacían las preguntas de rigor sobre la salud; se preguntaba por la última vez que alguno de ellos había hablado con otro miembro de la familia. Llegados a este punto, la conversación decaía y ella tenía que recurrir a cualquier frase hecha para añadir algo.
A los pocos días marcó el teléfono del padre sin pensar. Justo después de teclear el número se dio cuenta de su error y sonrió al pensar en su mala cabeza. Entonces, alguien descolgó al otro lado.
—¡Hola, cielo!
—¿Quién es?
La línea se cortó en ese momento, pero aquel sin duda era su padre: el mismo acento sureño, su forma habitual de saludarla, su facilidad característica para eludir lo importante. Notó la mano dormida y el teléfono se le cayó de las manos. Tardó en reaccionar y, cuando lo hizo, volvió a marcar. Esta vez solo oyó un mensaje automático que indicaba que el número no estaba disponible.
A la opresión se añadió un entumecimiento en las manos, que se fue extendiendo poco a poco a su rutina. Aquella sensación anidaba en su mente con voluntad constante y la impregnaba, a pesar de que todo permanecía igual: el trabajo, la inercia doméstica, o los acontecimientos periféricos de su existencia. Era como si la ausencia definitiva del padre lo convirtiera en una postilla de la realidad, más presente que nunca.
No dejaba de ser irónico: cuando vivía, apenas había sido un extra en su vida. Casi no tenía recuerdos infantiles de él y no existían fotos familiares en las que estuvieran juntos, incluso desde antes de que se separa de su madre. Las únicas imágenes de ambos eran más recientes, sobre todo a partir de su boda. En estas últimas, el padre lucía trajes impecables con la vanidad masculina que lo caracterizaba, exhibiendo la sonrisa confiada que ella detestaba. Ilustraba aquel atributo que lo hacía atractivo para las mujeres y encantador para los hombres, pero que para ella representaba la distancia que los separaba. Era como si, con aquella sonrisa, él jactara de conocer algo oculto, algo que no tenía intención de compartir con ella, y aquella convicción conseguía agarrotarla.
El padre se convirtió en el tema de conversación recurrente de las reuniones familiares y empezaron a aparecer fotografías suyas, muchas de ellas desconocidas. En la mayoría, de los 70 y los 80, la imagen mostraba poco contraste y los colores presentaban cierta dominancia de tonos verdes. Las más antiguas eran imágenes en blanco y negro, ligeramente fuera de foco, que mostraban a un joven lleno de vida, seguro de sí mismo, con éxito. Una de las que más llamó su atención aquella en la que aparecía como un niño con ropas demasiado grandes para su edad, seguramente heredadas, y la misma sonrisa enigmática. Aquel zagal desconocido era el padre con ocho o nueve años. Lo rodeaban otros mocosos en un campo del pueblo sureño en el que había nacido. El niño miraba a la cámara con una seguridad tan amenazadora que ella tuvo que apartar la vista al poco de empezar a contemplarla.
La criatura volvió a aparecer un par de días después. La encontró de nuevo con la cabeza dislocada en la misma ciénaga del techo, habitada por aquellos seres incompletos que buscaban con ansia entre el lodo. Esta vez los vio consumidos, las costillas marcadas en los costados, escarbando con los pies en el cieno, hundiendo sus cabezas sin rostro entre el forraje sucio, desesperados y agotados. La criatura se acercó a uno de ellos que parecía convulsionar en silencio, abrió el hocico y le desgarró el cráneo de una dentellada. Sangre, barro y sesos tiernos. El resto de los miembros de la manada se contrajo para estremecerse luego al unísono, mientras el animal devoraba las entrañas de su presa, que agitaba las piernas como un ajusticiado colgado de la horca. Cuando ella despertó, había sangre en las sábanas.
Aún con aquellas pesadillas, habría podido seguir normalmente con su vida si el padre no hubiera empezado a irrumpir en ella durante el día. A veces se presentaba bajo la forma del niño de la foto, y la desarmaba con la sonrisa con la que le hacía comprender que era conocedor de todos los secretos de la realidad. Otras aparecía como lo había visto por última vez, con aquella palidez acerada, los ojos sin color y el pecho inmóvil, como cuando apareció en la sucursal bancaria en la que ella trabajaba. Hacía cola con los demás clientes, justo detrás del estudiante que venía con una libreta “Joven” a sacar dinero. Se quedó paralizada cuando reconoció aquel rostro tan familiar, enflaquecido e inanimado, a tan solo unos metros. Nadie se había percatado de su presencia o, si lo habían hecho, parecían no estar preocupados por la tez macilenta y la ausencia de pupilas en aquellos ojos. El estudiante le pedía ayuda para rellenar el formulario de reintegro en efectivo, pero ella no lo oía, solo quería gritar, señalar al que esperaba su turno detrás, denunciar que era su padre pero que llevaba semanas muerto. Clavó las uñas en el borde de su mostrador tan fuertemente como pudo. Quería asegurarse de que no estaba soñando, de que efectivamente estaba atendiendo en ventanilla. Buscaba ancorar la realidad en el contacto con la madera, hundiendo tanto las falanges que empezaron a sangrarle. El padre seguía imperturbable, esperando su turno detrás del estudiante, que parecía molesto porque ella no respondía a sus demandas de ayuda. Uno de sus compañeros le preguntó si se encontraba bien, con el tono indulgente propio de quien conoce y compadece la pérdida, y justifica la desorientación provocada por el duelo. Mirar hacia otro lado significaría perder de vista al padre y no quería darle la oportunidad de que desapareciese de su ángulo de visión. Mantuvo la mirada al frente, por encima del hombro del estudiante, que ya se quejaba de la mala atención que estaba recibiendo. Vinieron otros colegas, le arrancaron del mostrador y la condujeron a uno de los despachos interiores. Maldijo y se revolvió todo lo que pudo porque tenía que comprobar que el padre permanecía allí, que no era un producto de su imaginación. La redujeron y la obligaron a sentarse, le trajeron agua, le desabrocharon la chaqueta, y llamaron a su marido. Alguien le dio un paquete de toallitas húmedas para limpiarse la sangre de las uñas. Su marido la llevó a casa, la acostó en la cama y llamó al médico, quien diagnosticó un episodio depresivo provocado por los últimos acontecimientos.
Le recetaron pastillas que prometían ayudarla a dormir, a relajarse, a tener más apetito, a concentrarse mejor en las tareas que emprendiese, a relacionarse con naturalidad con los demás, a maquillar las heridas de su alma, a pretender una normalidad pegajosa y llevadera. Las visitas diurnas del padre cesaron un tiempo, aunque las nocturnas seguían sucediéndose, cada vez más vívidas, escenas incontrolables de persecuciones silenciosas entre los seres sin identidad que acaban siempre con sangrientas desmembraciones. Estaba obligada a contemplar, era testigo forzoso de la matanza, incapaz de cambiar el destino de los otros, sintiéndose el anzuelo que el ser descoyuntado había elegido para atraerlos. Era el señuelo, la carnada fresca que llamaba a las presas, el cebo viviente que aquellos desgraciados buscaban sin darse cuenta de que carecían de bocas y nunca podrían hincarle el diente, ni masticarla. Su nacimiento era su condena, pues jamás podrían comer.
Pero los ensalmos químicos no consiguieron convencer al padre de que no era bienvenido durante las horas diurnas. Ella se preguntaba de qué servía aquella insistencia por hacerse presente, ¿acaso trataba de recuperar el tiempo perdido acompañándola durante la jornada? ¿Tenían sus apariciones algo que ver con los dramas noctámbulos que la asediaban? ¿Intentaba comunicarse con ella por alguna razón que desconocía?
Ella navegaba por la vida como si fuese un decorado y la realidad estuviera dibujada a modo de trampantojo. No era que se sintiera sumergida en una farsa, o que creyese estar viviendo una mentira. La muerte del padre se había llevado la médula de la realidad, y solo permanecía la carcasa, la envoltura exterior, la tramoya. El beso que le había dado, aquella caricia a la muerte en el tanatorio, y la sonrisa fanfarrona de su foto cuando era niño, la perseguían en todo momento, lo mismo que las visiones nocturnas. El entumecimiento que sentía amortiguaba los acontecimientos cotidianos. Era como si escuchara la vida pasar desde las profundidades de una piscina imaginaria: la realidad aparecía deformada, ralentizada a veces y acelerada otras, pero siempre a una velocidad distinta a la que iba ella.
Cualquier objeto le recordaba al padre: Los coches le hacían pensar en la marca del último que él condujo, o del anterior que mantuvo durante casi veinte años, o aquel con el que tuvo el accidente de tráfico; una colilla humeante en el suelo evocaba su imagen fumando con ansia las dos cajetillas diarias que consiguieron matarlo; el escaparate de cualquier zapatería le hacía acordarse del calzado especial que él compraba siempre en la misma tienda; la mesa puesta le traía a la memoria su manía de mover los vasos frente a sí cuando quería ordenar las ideas en el transcurso de una conversación.
Acabó por acostumbrarse a aquellas interferencias, a veces con la ayuda de alguna píldora, porque era la única manera de tolerar la insufrible somnolencia de los acontecimientos. Veía pasear al padre por las escenas diarias como quien va de visita y no se queda mucho rato porque la conversación le aburre. Vivía con los sentidos aletargados y la razón entumecida, sorteando las horas, que eran obstáculos colocados en su camino. Los incidentes se sucedían en aquel limbo terrenal, en aquella ratonera de la cotidianidad en la que el padre había reclamado un protagonismo del que había carecido cuando vivía, imponiéndole en su muerte la presencia que le había negado en vida.
Pero las visitas de la criatura se hicieron más frecuentes. Se despertaba cada noche gritando, braceando como un ahogado, las pupilas dilatadas, los ojos inyectados en sangre, el pijama sudado pegado al cuerpo, el corazón encabritado. Su marido intentaba calmarla acunándola, pero a ella le repugnaban sus abrazos, porque no podía sentir las caricias a causa de las durezas que sentía incrustadas en su propia piel. La bestia fue consumiendo a cada uno de los seres torturados del cenagal, cuyos cuerpos se habían deformado por la malnutrición hasta quedarse en pellejos animados que se revolvían histéricamente. A pesar de no disponer de extremidades superiores, sus sexos palpitaban claramente entre los muslos y hubo noches que los vio copular. También asistió al parto de otro, devorado nada más nacer por la criatura asnal. Pronto no quedarían más seres sin rostro para ser devorados, tan solo ella en medio de aquel mar de fango y muerte en que se convertía su dormitorio cada noche. Descubrió manchas de limo sobre los muebles cuando limpiaba y tenía que cambiar su cama a diario por las huellas de sangre.
Ella trataba de disimular frente a todos, convencida de que encontraría la cordura perdida, confiando ciegamente en que las pastillas solucionarían aquello que fallaba en su cerebro, fruto sin duda del dolor por la pérdida del padre. Callaba ante su familia, aprendiendo a convivir con los terrores nocturnos como un condenado se acostumbra a vivir en el corredor de la muerte, evitando pensar en el futuro y soportando el presente.
Para animarla su marido le anunció que era hora de cambiar de coche. Visitaron varios concesionarios, buscaron entre los anuncios de las webs dedicadas al mundo del motor, y consultaron a varios amigos y familiares. Ella apenas intervino, limitándose a dar su opinión si se la pedían y acompañando al marido a probar algunos modelos. Por eso no podía reprocharle nada cuando se vio al volante del mismo automóvil del padre, aunque fuera un modelo más actual.
Mientras conducía advertía el aroma de la colonia paterna, que él había utilizado durante más de cuarenta años, una mezcla de olor a especias, madera, tabaco y gasolina, con el nombre de un célebre modisto francés. Temía mirar por el retrovisor por si lo veía sentado en el asiento trasero. Se acostumbró así a utilizar los laterales y a evitar el espejo que la vigilaba desde el ángulo superior de su derecha inmediata. Estaba segura de que, si miraba hacia él, descubriría aquello que espesaba la textura de su vida, desde el otro lado de unas cuencas blancas, inexpresivas, insertas en una cabeza unida a un cuerpo de pecho inmóvil.
Con el verano, el letargo se instaló en su casa. La presencia paterna era constante, amplificada por la temperatura que caldeaba los espacios y derretía la dinámica familiar. Rehuía el contacto físico de su familia, especialmente de su marido, porque no soportaba sentir absolutamente nada en los encuentros íntimos. Se forzaba a cuidar del hijo, que crecía cada día más alejado, al otro lado de las barreras invisibles que se habían erigido entorno a ella. Ni los largos baños en los que permanecía durante horas conseguían purificar su piel, liberarla del embotamiento de sus sentidos y de su razón. La normalidad prometida por las píldoras no llegaba y ella se había cansado de esperarla. Lo único que podía ver, abriera o cerrara los ojos, era la imagen del padre amortajado o de la criatura insaciable, siempre con la cabeza torcida, vigilándola en medio del lodazal, cada vez más cerca.
Ni siquiera recordaba haber discutido con su marido. Un buen día, se levantó y comprobó que se había marchado llevándose al niño. “Somos demasiados en esta casa”, le dijo por teléfono. Él también había notado la falta de aire en las estancias, la desorientación que los abordaba en unos pocos metros cuadrados, el aroma sofocante a una colonia masculina desconocida, su actitud de ciega sordomuda y aquella insoportable carencia de empatía que ella ya no se molestaba en disimular.
Ella agradeció que su hijo no estuviera. Estuvo dando vueltas por la casa sin rumbo fijo durante horas, midiendo la intensidad de las alteraciones en cada habitación, señalando con sal los rincones en los que veía al padre, contando el número de moscas que permanecían inmóviles flotando en mitad de cada estancia, sintiendo el eco de la risa del niño de la foto ascender por entre las losas del suelo para herirle las plantas. Percibía a la criatura acechándola desde los ángulos que unían las paredes con el techo incluso de día. Durante horas no escuchó más que su propia voz llamándola desde un cuarto de baño que no encontraba. Fue un alivio verse en un extremo del pasillo que recorría el piso, pues eso significaba que el baño estaba al fondo.
Avanzó por aquel corredor sintiendo plomo en cada una de sus articulaciones. El aire era pesado, anunciando una tormenta en el calor de la tarde. El descenso del sol proyectaba extrañas siluetas a través de las persianas, entornadas para mantener la temperatura tolerable. El corredor se alargaba, y sus extremidades parecían arrugarse por culpa del maldito bochorno, o quizás por el lastre de la domesticidad entumecida, que había estado amenazándola durante semanas. La piel parecía haberse encogido desde el interior, pues percibía un escozor que provenía de las capas más profundas. Se sentía la membrana de un tambor que alguien estuviera tensando sin piedad.
El primer rasguño espontáneo se produjo a la altura del tobillo. Los siguientes, en las muñecas y los codos. La carne se le cuarteaba como la fruta fermentada que explota por sí sola, una, dos… diez veces. El cuerpo se abría. Los músculos supuraban una pulpa madura y latente que le empapaba los brazos y las pantorrillas. Sentía cómo se le corría la cara, mezclándose el sudor y la baba que caía por la boca, que había perdido su forma habitual, los labios colgando en las comisuras, a punto de desprenderse de la mandíbula. Casi no podía ver, pues los párpados le tapaban el campo de visión. Se mareó y tuvo que apoyarse en la pared más cercana para conservar el equilibrio. Las yemas de los dedos se le quedaron pegadas y le costó unos segundos liberarse de ellas y continuar hasta el final del pasillo. Cuando cruzó el umbral de la puerta del baño, pensó que estaba a salvo, hasta que vio su imagen reflejada en el espejo del lavabo. Debajo de la piel que caía lentamente de su cara, había otra de color amarillento. Y reconoció el lunar en la mejilla, los labios carnosos, el pelo rizado y las cuencas blancas.